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13 octubre

Sentido del sinsentido

 

El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quien y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar y darle espacio.

Italo Calvino. Las ciudades invisibles.

 

No es fácil descubrir que cuando la vida parece no tener sentido, en realidad significa que se ha perdido el sentido de ser uno en la vida. Y es que tampoco lo es aprender a estar atentos en cada momento para no permanecer hipnotizados por inagotables monólogos mentales. Aprender a pensar es aprender a ejercer el control sobre aquello en lo que se piensa y en cómo se piensa. Pensar es prestar atención, es elegir a qué se presta la atención y ser consciente del modo en que se ha construido un significado a partir de la experiencia percibida. No lograrlo es una verdadera prodigalidad; alguien ha dicho que la mente es un excelente servidor pero un amo infernal.

Si la memoria fue la clave de bóveda en la construcción del conocimiento y del caudal de erudición exigido en la educación de otras épocas, para nuestro tiempo postmoderno, de fragmentación, de imágenes, de velocísima información, la atención es la herramienta que, como piedra de Rosetta, capta e interpreta lo que ocurre dentro y fuera de uno. De ella depende la disposición al aprendizaje, la buena memoria, el cultivo de la constancia y el crecimiento de la capacidad de cambio interior y de trasformación exterior.

Liberarse de un amo infernal como la inconsciencia, es aprender a prestar atención, a darse cuenta de que hay otras opciones y decidir qué tiene y qué no tiene sentido. Lo grande o lo mezquino son los dos extremos de toda decisión: atender a un propósito transcendente o a otro dejado al albur de la inercia de una mente inconsciente cuyo móvil sólo girará en torno al ego y a la comodidad material.

¿Hay mayor libertad otorgada por la educación que aprender a centrar la atención desde la íntima voluntad? En el ciego caminar por el sinsentido, uno trata de encontrar lo verdadero, lo trascendente, lo que proyecta hacia el futuro, y de pronto se siente presa de una emoción de gozo, una especie de alegría interior, una ligera comprensión totalizadora… Se buscaba salir del sinsentido y  se encuentra algo inesperado, que procede de dentro y se plasma en el mundo de las cosas. ¿Qué es eso que tiñe el mundo en el que se vive? Es la consciencia, que ha intuido el mundo y lo ha percibido, y también ha escuchado la voz que habla desde el corazón y hace sentir una llamada. Ya no se puede hacer otra cosa que seguir esa fuente de entusiasmo que permanece fuera del tiempo y del espacio.

Pero la libertad verdadera también implica atención y conciencia con el bienestar de los otros, atención y consciencia para relacionarnos en armonía, para estar disponibles a pequeños sacrificios por ellos. Distraer la atención de otro, es atentar contra el sentido mismo de la vida. Se registra en quien comete tal violación una especie de contradicción y sufrimiento. Por el contrario, ayudar a otro a expresar su flujo de sentido hacia el tiempo y el espacio, permite experimentar esas inagotables fuentes del entusiasmo[1].

Cuando la vida parece no tener sentido, se  reconduce el rumbo conectando con ese lugar infinito de nuestro interior, donde somos completos y donde no hay posibilidad para la enfermedad. Sanarse exige autoconocimiento y este requiere una actitud consciente y atenta –lo opuesto a una actitud tensa– para cada momento. Cuando se permanece consciente, centrado y sereno, se ve con claridad que el lugar que se ocupa es el corazón del universo, se siente conexión con todo, el tiempo y el espacio se vuelven irrelevantes. La sanación nace de un cambio en el estado de consciencia, en el cual emerge el verdadero espíritu del cuerpo, de la mente y del corazón, lo que necesariamente pasa por prestar atención a las brujas de cuentos de hadas, los ogros y los miedos que nos habitan para que todas esas sombras de pensamientos dañados se desvanezcan en el campo de la consciencia.

En el tapiz de la vida, todos estamos interconectados y arrojados a una red de influencias mutuas[1]. Cada uno somos un regalo o una maldición para los demás. No existe la indiferencia. Nos ayudamos a ser quienes somos y tejemos juntos un tapiz perfecto. Cuando atención y consciencia son una práctica habitual, todo se vuelve claro y se ve que yo soy tú. Es la lección que salva la vida. Vivir en la consciencia es estar en un mar donde ya no sorprende el golpe inesperado de la ola porque en un movimiento fluido y armonioso surfeamos su llegada. El peligro en este tiempo postmoderno es que el ligero estrés cronificado, el miedo sutil o la desconfianza frente al otro, superen el legado de una mente atenta y el gozo de nuestra vida deje de ser una oración, un regalo al universo para aceptar el infierno y volverse parte de él.

 

 

 

 

 

 

 

 

[1] Metáforas escogidas del glosario del escritor J. Gomá.

 

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