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6 abril

¿Por qué vivimos?

que toda vida es sueño / y los sueños, sueños son.

Calderón de la Barca

 

El atractivo de vivir, el motivo que impulsa la vida, reside siempre en algún fin perseguido. Una vida dedicada preserva su vigor en cada encuentro con aquellos desafíos que estimulan y reorientan sus afanes.

Vivimos integrados con nuestros semejantes y con otras formas de la vida, como parte de un organismo eco-sistémico cuyos designios no acabamos de conocer. La posibilidad de subsistir fuera de este organismo debe de ser equivalente a la que posee una amígdala fuera de su garganta. El hecho trascendente es que estamos cableados con los seres de nuestro entorno, de tal modo que las enfermedades y los sufrimientos ocurridos en el seno de la comunidad, de la empresa o de la familia, difunden como una epidemia de pensamientos erróneos y actitudes que alcanzan el consenso al ser trasmitidos por portadores supuestamente sanos, que no sólo no parecen sufrir daño, sino que despiertan la admiración del entorno.

Más allá de que en tales enfermedades predomine la perturbación de la psique o el trastorno del soma, lo que conmueve es descubrir que en todas ellas se manifiesta la vigencia de un espíritu enfermo. Integrados en la comunidad, vivimos impregnados de sus vicios en proporción inversa al grado de educación afectiva que alcanzamos. Si bien poseemos un rico glosario para designar los objetos del mundo perceptivo, pocas son las palabras que nos significan los afectos que pueblan el mundo sensible, de donde extraemos la materia prima con que edificar ese otro mundo (normativo) de los valores.

De ahí la necesidad de identificar los vicios ocultos del espíritu de la época, desbrozar el confuso, laxo y mal estructurado tropel de valores que conforman nuestro universo axiológico y que lleva a confundir tantas cosas: enamoramiento con amor, vanidad con orgullo, venganza con justicia, igualdad con vulgaridad, libertad con anomia, vida privada con intimidad, egoísmo con tendencias naturales del yo, bienes materiales con bienestar, sufrimiento con cancelación de culpa, acumulación de poder con capacidad, amistad con relaciones de calculada conveniencia, desaparición del esfuerzo con continuidad irrestricta del placer…

Sin embargo destapar la máscara del enemigo y que la inmunidad ejerza su función, es sólo la condición necesaria pero insuficiente para la vida sana. Necesitamos reconocer el sentido que la motiva, explorarlo y buscar sus fuentes en los seres que amamos y en las obras que realizamos. Es interesante reparar en tres condiciones de la red de influencias mutuas en la que vivimos arrojados[1]:

En primer lugar, si cada ser humano es único y diferente, una individualidad en el tiempo y en la eternidad, en palabras de Kierkegaard, sin embargo sólo con-viviendo, podrá expresar su ser. Nadie conoce, cuando comienza a vivir, sus límites o las potencias latentes que habitan su ser. Se descubren en el ensayo y error, en los fracasos y sobresaltos en medio de la plaza. Reivindico la figura del maestro, quien siendo meticulosamente imitado en cada movimiento y en cada gesto, según la propia naturaleza del aprendiz, facilitará a este el encuentro de su camino, donde hallará su ritmo, su cadencia, su estilo y sus propios límites. En segundo lugar, frente al sentido que motiva a la inteligencia del universo –y que se nos escapa-, podemos asumir una actitud confiada o, por el contrario, creer que nuestro destino personal no cuenta entre sus designios. Una u otra disposición hacia ese espíritu que nos mancomuna, vendrá forjada por las influencias que recibimos en los primeros años. Por último, al tomar consciencia de la importancia de los lazos que nos unen a quienes habitan nuestro entorno y construyen el significado de nuestra historia personal, descubrimos que la posibilidad de que el dolor nos alcance depende de que la desgracia se cierne sobre uno de ellos. Como en una cadena, la tracción dependerá del eslabón más débil.

Si quien tiene un porqué para vivir soporta cualquier cómo, es crítico penetrar en la sustancia que constituye ese porqué, sobre todo en aquellos momentos en los que se desdibuja el horizonte. Shakespeare afirmó, por boca de Próspero, que estamos hechos de la misma sustancia de los sueños. Lo que también reflejó Calderón en el más memorable soliloquio del drama español.

Es en los sueños, donde se nos aparece veladamente la vaporosa figura de aquello que perseguimos. En los sueños -nocturnos o diurnos– habitan los ideales que se manifestarán como ángeles o demonios, pues en ellos se alojan la virtud y el pecado, la magia y la maldición, el hada y la bruja. ¿Y de qué se compone esa sustancia sutil que rellena hasta el tuétano de nuestros huesos para movernos? En los sueños permea gran parte del significado que, a la vez que atrae, impulsa la vida. Los sentimientos, tanto de simpatía como de antipatía, nos vinculan con los seres que pueblan nuestras circunstancias. Tales sentimientos, no sólo dependen de lo que esos seres son sino también de nuestra forma de mirar. Pero además del sentido que ofrecen los lazos entrañables que tejemos con quienes nos importan, necesitamos algo más para completar el puzzle; algo como las experiencias vividas con las obras culminadas que, inspiradas en el espíritu que nos envuelve y en las necesidades de la comunidad que nos acoge, logran conmovernos, más allá de la autoría que ostentemos sobre ellas.

Me atrevo a afirmar sin hipérboles, que el significado –el propio de una vida vigorosa- emerge de la conjunción de ambas finalidades. Vivimos movidos tanto por los hilos vinculares de los seres que nos significan como por las obras que emprendemos. No guardaré en el anaquel polvoriento de un desván olvidado lo que algunos moribundos enseñan cuando evocan los pensamientos de su corazón: aunque se pueda compensar cierta carencia en una de estas dos finalidades intensificando la dedicación a la otra, ninguna se sustituye por completo sin quebrar la salud y acortar el rumbo hacia el fatal destino funerario.

Este mundo de significados que configura el para qué y el para quien vivimos, alcanza su cenit cuando a ese algo que nos hace falta para otorgar sentido a la vida, se añade alguien de los seres que gravitan nuestro ánimo, ante quien sentimos que nuestra vida le hace falta. Como le ocurre a una madre ante su hijo o a un abuelo con su nieto…

 

 

[1]

Metáfora utilizada por J. Gomá en el primer ensayo de su Tetralogía de la ejemplaridad: “Imitación y experiencia”.

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