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26 octubre

La medicina de los hombres libres

Quantum potes, tantum aude.

 

Se cuenta que hubo un tiempo, allá en la antigua Grecia, en el que existían dos tipos de médicos: los de los esclavos y los médicos de los hombres libres. Cuando un esclavo se hacía una herida o presentaba algún dolor, el médico lo “trataba” en ese momento, aplicándole un ungüento o preparándole una tisana de hierbas medicinales, y el esclavo volvía a su trabajo de inmediato para seguir sirviendo a la sociedad. Cuando un hombre libre, un filósofo o un sabio, acudía al médico con su dolencia, este lo “retiraba” del mundo, después de las primeras curas, recomendándole un lugar silencioso y tranquilo donde poder escuchar su cuerpo y comprender qué estaba ocurriendo en él. Unos días más tarde, el enfermo le exponía sus conclusiones y se adentraban juntos en la dolencia desde “ese otro lugar” en el que había escuchado la sabiduría de su cuerpo. Era la forma de acompañar a las personas en el proceso de autoconocimiento, de estimular en ellas esa especie de inteligencia de naturaleza espiritual, que es la libertad interior, con la que desbrozar en sus corazones los miedos inconscientes, para aprender a vivir desde la presencia y la autenticidad y abandonar las máscaras del personaje.

Los miedos sutiles estructuran la vida de todo ser humano y, en el fondo, son reflejo de un ancestral temor a la soledad o al rechazo, lo que genera una empobrecedora relación de dependencia con el mundo. Uno desconoce su interioridad, vive separado de sí mismo; decía santa Teresa de Ávila que existimos en la ronda del castillo, y raramente visitamos sus moradas. De hecho, el hábito generalizado es sucumbir al fenómeno de la proyección, por el que trasladamos a otros nuestros miedos inconscientes o nuestros sufrimientos sutiles. Comentaba recientemente el filósofo Francesc Torralba que, aún siendo animales metafísicos, la pregunta por el sentido de la vida suele aflorar en los hombres en experiencias extremas, cuando ven resquebrajarse el sólido castillo y presienten que se precipitan a experiencias de vacío.

En los sótanos de la consciencia anidan los viejos hábitos, aquellos que sutilmente dirigen nuestra conducta. Como base de datos sin desclasificar, unos innatos y otros adquiridos en el entorno cultural, esta programación mental forja, entre bastidores, nuestra humanidad herida y, al grito de la voz reptiliana, expresa la mezquindad del hombre vulgar, la crueldad del desquiciado o el infinito cinismo del poderoso que, de alguna manera, todos arrastramos. Pero del último fondo insobornable, en la recámara oculta de la divinidad de cada uno, otra voz habita para emerger desde ese tuétano del alma, es la libertad interior que asoma con arrolladora creatividad, en silencio pero con mirada atenta y ecuánime, para llevar la espesa carga del imaginario colectivo que cada cual acarrea (de prejuicios, tópicos, valores, ídolos o miedos sutiles) hasta el escenario de su consciencia y desde ahí, decidir si aceptarla o aligerarla, suprimirla o reinterpretarla y, en todo caso, liberarla de tiranías si se vincula a la belleza del mundo.

En materia de equilibrio psicosomático, precisamos un cambio interior profundo, despertar del sueño que quiere cambiar al otro y al mundo sin conocimiento previo de sí, sin haber moldeado la mejor versión de uno mismo, de meditar a fondo sobre lo que colma el ser, sobre ideales profundos y voliciones secretas. Estos ensayos reivindican ese antiguo papel mentor del médico que acompaña a su paciente a trascender límites, a explorar con audacia territorios ignotos que también forman parte de sus propiedades y donde, tal vez, se hospeden padecimientos ocultos. Es la tarea del médico de los hombres libres, trazada con un ideal de salud que vela no sólo por el cuerpo físico del paciente sino también por su cuerpo sutil, impulsándolo en el camino interior del autoconocimiento, habilitando en él la capacidad de hacerse espectador de sí mismo, de tomar distancia y aprender a reconciliarse con su propia imperfección antes de corregir los chirridos del corazón del otro, y de descubrir la belleza escondida mientras acumula razones para la esperanza, sin ceder a la tentación del nihilismo a la que precipitan estos epígonos de frivolidad, consumismo y materialismo, tan ajenos ya a los latidos del nuevo tiempo. Al menos, es una vía por la que, quien escribe, canaliza su anhelo de añadir un poco de luz y hermosura a este mundo y, de paso, cumplir con la sabia indicación del filósofo mundano que recomienda a cada uno practicar el placer que el Griego asociaba al mero ejercicio de sus potencias.

 

 

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