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11 marzo

Gigantes del alma

“Cuida tus pensamientos, porque se trasformarán en actos, cuida tus actos, porque se trasformarán en hábitos, cuida tus hábitos, porque determinarán tu carácter, cuida tu carácter, porque determinará tu destino, y tu destino es tu vida”.  Mahatma Gandhi

 

En uno de aquellos gozosos paseos por la Cuesta de Moyano de Madrid en soleadas mañanas de invierno, encontré hace unos años un viejo libro del médico Emilio Mira y López titulado Cuatro gigantes del alma. Habla del miedo, la ira, el amor y el deber. Hace dos décadas, otro médico y psicoanalista argentino, Luis Chiozza,  actualizó ese elenco del alma con nuevos gigantes, entre los que la rivalidad merece nuestra atención.

Aquello que en la vida nos enferma suele formar parte de algo que en la vida nos importa. En la raíz de la negligencia en la manera de vivir no es raro encontrar este colosal gigante del alma que con avidez se reparte nuestro ánimo y nuestra salud; por ello resulta crítico reconocer su origen, la sustancia que lo forma, el alimento que lo nutre o su antídoto.

En anteriores entradas comentamos que una mayoría abrumadora de nuestros «procesos de reflexión” son inconscientes y que vivimos estructurados y habitados por infinitas palabras y pensamientos que fueron pensados en la olvidada infancia; pensamientos que quedaron implícitos en la configuración de nuestras emociones, en la determinación de nuestros actos y en la manera en que inconscientemente “reflexionamos” sobre nosotros mismos, sobre el mundo en el que vivimos y sobre los vínculos que establecemos con nuestros semejantes.

La frase de Gandhi del comienzo no conmovería a nadie si no fuera porque la inmensa mayoría de nuestros pensamientos son inconscientes. Se empieza por ceder en las palabras y se acaba por ceder en las cosas. Así, la competitividad aún goza de la aquiescencia de la sociedad y los gobiernos occidentales que la consideran una portentosa fuerza motriz para el desarrollo, tal vez confundida con la idea de competencia. Es cierto que la competitividad como rivalidad, motiva y arrastra al progreso, pero también es cierto que hay estímulos más saludables y eficientes para ello. La rivalidad, como motivación, contiene un veneno que además de innecesario, puede bloquear el despliegue de las mejores cualidades y valores de un determinado entorno humano, en tanto se agota con el fracaso o desaparición del rival. El fundamento de este gigante tal vez se encuentre en la lucha por alcanzar o mantener la supremacía, algo así como lo recogido en la pavorosa frase atribuida a Mussolini: “Hazte fuerte, para que los enemigos te teman y los amigos te respeten

Entre las dificultades para comprender cómo este anacronismo condiciona la conducta y la salud o cómo determina el destino de un individuo o un grupo –profesional, familiar o social– destaca ese consenso implícito que sostiene y refuerza sus afectos. Y es que las ideas de Darwin sobre la evolución biológica –resultado de una especie de guerra sin cuartel–, resultaron de enorme atractivo para la época en la que surgieron. Como anillo al dedo sustentaron los ideales de competitividad territorial, nacional, de raza o de clase, consolidados como elevados valores desde la revolución industrial en la sociedad británica que, por cierto, fue la sociedad que Darwin conoció.

El distinguido zoólogo del siglo XX, Konrad Lorenz, en una presentación sobre la enemistad de las generaciones[1], se interna en consideraciones sobre genética y cultura que trascienden la tesis darwiniana e iluminan las relaciones entre la progresiva crisis de valores y las formas de regresión de la cultura, y que se manifiestan en fenómenos, en apariencia tan distintos, como las conductas asociales, la anomia y el crecimiento de la incidencia del cáncer.

En una breve síntesis de las fases de la evolución de la consciencia individual moderna, esta revela que tras la toma de consciencia de ser, sobreviene la consciencia de la propia contingencia; más tarde, la consciencia de la vida como un regalo inmerecido; en un nivel más avanzado, se reconoce que somos sólo en la medida en que otros nos han acogido; y se acaba alcanzando la consciencia de libertad, de un destino individual frágil y caduco, pero no escrito. Cada uno de estos momentos de consciencia constituyen, por sí solos, experiencias de gratitud. Huir de quimeras como la competitividad significa tratar de transformar este don que es la propia vida en obra de arte, apostar por cada momento que la vida regala. Cuando se toma consciencia de  provisionalidad, se siente el afán por escribir la propia historia. Aquellos que son conscientes de que, como aves de paso, no serán para siempre, otorgan todo el valor al hecho de vivir. En este sentido los médicos conocemos pacientes cuyo recuerdo se nos vuelve imborrable, como el que Juan Antonio Carrillo Salcedo dejó en nuestros corazones. Reconocido jurista y defensor de los Derechos Humanos, catedrático de Derecho Internacional y con una intensa vocación docente, lo conocí en el conticinio de su existencia con motivo de su primer ingreso en Cuidados intensivos del hospital; con él pude trabar lo que después se convirtió en una entrañable amistad. Desde los primeros días, dio muestra de una profunda gratitud y humildad. En aquellos difíciles momentos para él, mantuvo una actitud confiada, esperanzada, cordial y siempre atenta. Después de una conversación inicial, sin apenas conocernos, le dije que lo veía muy sereno. “¡Bueno… puedo respirar, estoy vivo! ¿hay mayor regalo que este y sin merecerlo?” Esa fue su respuesta cuyo eco resuena en mi consciencia como tantas de las impagables lecciones de vida que disfrutamos quienes tuvimos el privilegio de conocerlo.

Y es que la gratitud puede cambiar el mundo que construimos. El sabio profesor nos hizo comprender que quien vive en gratitud, queda inhabilitado para la cobardía. Y si no se está temeroso, tampoco se puede estar violento. En la gratitud prevalece el sentido de lo suficiente, donde no cabe la escasez, la indigencia ni el victimismo y por ello, se está siempre disponible para compartir. Ser agradecido hace cambiar nada menos que el equilibrio de poder de la vida. Tal vez eso constituya otra revolución no-violenta que, como dice el monje benedictino David Steindl-Rast, incluso revolucione el propio concepto de revolución.

Con la gratitud se otorga a cada momento vivido, el valor de postrer acto de la existencia, como si del último gesto se tratara, y se toma infinita distancia de ese anacrónico darwinismo social, que siempre vuelca el peso de la culpa y hace sentir aquello que con genialidad expresó san Agustínen mi vida hice mucho mal y poco bien; el bien que hice lo hice mal, y el mal que hice lo hice bien. Es tiempo de aprender a sugestionarnos con un elixir natural que contenga esencias de algo de gratitud, un poco de asombro, una pizca de veneración, inspiración, confianza, compasión y sentido del humor, que cuaje como coloso del alma y alquimia del cuerpo, y expanda las fronteras de nuestras consciencias para experimentar con mayor frecuencia el sentimiento de plenitud y comunión con todo.

 

[1] En el libro Play and Development. J Piaget, K Lorenz y E. H. Ericsson.

 

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